‘La heroína de las mil caras’, prólogo de Cristian Crusat a ‘Confesiones Inconfesas’

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¿Quién era realmente Claude Cahun? Descúbranlo leyendo el prólogo completo de Confesiones inconfesas, a cargo de Cristian Crusat, traductor del texto, donde desgrana la multiplicidad y el juego de «yoes» presentes en la obra de la artista, aka «La heroína de las mil caras».

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Lucy Renée Mathilde Schwob nació en Nantes en 1894, en un mundo social (que sigue siendo el nuestro) donde la identidad se entendía como la constancia consigo mismo de un ser responsable, «es decir previsible o, como mínimo, inteligible, a la manera de una historia bien construida» (Pierre Bourdieu); a la manera, entonces, de una historia sin ruido y sin furia. Dicha constancia sería en primer lugar nominal, toda vez que el nombre propio se alzó desde el principio como la institución que garantizaba la identidad del individuo biológico en todas sus historias de vida posibles. A saber: Lucy Renée Mathilde Schwob: hija de Maurice Schwob y Victorine Mary Courbebaisse; sobrina de Marcel Schwob. Creció en el seno de una familia de orígenes judíos perteneciente a la alta burguesía bretona. Al igual que su tío Marcel, anglófilo declarado, viajó pronto a Inglaterra, ya que fue matriculada en Parsons Mead School —un internado femenino de Surrey— antes de comenzar sus estudios de Filosofía y Letras en la Sorbona. Sus primeros textos se publicaron en el Mercure de France y el Phare de la Loire. Desde esta perspectiva, el nombre Lucy Renée Mathilde Schwob sería poco más que «un punto fijo en un mundo movedizo» (Paul Ziff).


No obstante, los límites entre identidad y alteridad hacía
tiempo que se habían desdibujado en diferentes ámbitos de ese mismo mundo social, en parte por culpa del desarreglo de todos los sentidos que Rimbaud acertó a consignar en su famosa carta a Paul Demeny de 1871. Que el yo son muchas cosas, «incluida aquella que normalmente se identifica con el yo» ( Jaime Siles), parece obvio, así como que, a semejanza del personaje de Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi, todos alojamos dentro de nuestro cambiante ser una singular cohorte de almas, tal y como advirtieron los médecins philosophes del siglo XIX; allí, en la telaraña identitaria que significa cada confederazione delle anime, suele predominar un yo hegemónico susceptible de ser destronado o erosionado, o que se vuelve directamente intolerable: «El horror de habitarme, de ser —qué extraño— mi huésped, mi pasajera, mi lugar de exilio» (Alejandra Pizarnik). Son en realidad todos esos yoes constituyentes quienes obligan al sujeto a estar, con su conducta, en el mundo; a mantener un dificilísimo equilibrio: «Son ellos los que le permiten interrelacionarse con las personas, con las cosas, con uno mismo. […] Sobre la pluralidad se construye este doble equilibrio y, en lo posible, la continuidad, la solidez, la economía mental, la distensión, la aceptación de sí mismo» (Claudio Guillén). Curiosamente, ese mismo año de 1871 había nacido Marcel Proust, quien inicialmente pensó darle a su magno ciclo narrativo, inaugurado en 1913, el elocuente título de Las intermitencias del corazón.


En 1917, Lucy Renée Mathilde Schwob adoptó el seudónimo de Claude Cahun. Su nuevo nombre de pila —utilizado en francés tanto para hombres como para mujeres— convocaba la indefinición, la ambigüedad, un sinnúmero de inconcreciones.

Por su parte, el nuevo apellido conducía hasta los anaqueles de la biblioteca Mazzarine, donde tantos manuscritos y rememoraciones viajeras había trajinado Léon Cahun, legendario fantasma familiar, equívoca «ausencia tutelar» (Agnès Lhermitte). De este modo se dispuso Claude Cahun a protagonizar uno de los capítulos más asombrosos de la fascinante historia de la multiplicidad del yo: «Da un paso mayúsculo en su reinvención como persona nueva; se hace dueña y señora de los apelativos que los demás van a utilizar para designarla, para reconocerla, configurando así una marca propia, sin apenas deudas» (Juan Vicente Aliaga). Tras finalizar sus estudios, Claude Cahun se instaló en París junto a su compañera de vida, la artista francesa Suzanne Malherbe, más conocida como Marcel Moore. Malherbe, nacida también en Nantes, era hija de la segunda mujer del padre de Claude Cahun, de modo que Cahun y Malherbe fueron hermanastras y amantes. Inseparables hasta el final, Cahun y Malherbe integrarán algunos de los movimientos literarios y políticos más enérgicos de la época, entre los que se cuentan la Association des Ecrivains et Artistes Revolutionnaires o los cenáculos surrealistas: Henri Michaux, René Crevel o Robert Desnos fueron algunos de sus amigos más cercanos, y con André Breton y Georges Bataille fundó el efímero grupo Contre-Attaque. Durante todos esos años, Cahun incursionó en el teatro, la literatura y la fotografía; despedazando, multiplicando, enmascarando su identidad. Y al tiempo que llevaba a un punto de tensión extrema el complicado equilibrio entre sus yoes y el mundo, el cuerpo no dejaba de transformarse, de desdoblarse, de quebrarse: «Acaso / tiene delicadeza / vivir / romperse el alma» (Idea Vilariño).

Claude Cahun, autorretrato como Elle en Barbazul © Jersey Heritage Collections

En lo esencial, Cahun se consideró siempre una escritora surrealista, inclinada a la experimentación lingüística, la ironía libertaria, el humor negro, el antinaturalismo, las ambivalencias y un exacerbado onirismo. En medio de ese enjambre de movimientos de vanguardia, la impresión de que lo real era netamente discontinuo y se componía de elementos yuxtapuestos sin razón se agudizaría entre los artistas. Mientras el sujeto fraccionado y múltiple no hacía sino acentuar sus desarreglos tras la Gran Guerra, el propio editor de Proust en la NRF le brindaría en 1924 a Antonin Artaud, otro satélite del grupo surrealista, un programa literario del que Claude Cahun participó a su manera: «Proust describió las “intermitencias del corazón”; ahora habría que describir las intermitencias del ser» (Jacques Rivière). Bajo los textos de Cahun latirá siempre una indisimulable voluntad de transmutar radicalmente cualquier imagen estable del mundo y de sí misma. Al mismo tiempo, Claude Cahun fue desarrollando su obra fotográfica, alzándose como una auténtica pionera de las expresiones artísticas relacionadas con la identidad femenina, la androginia y el travestismo, así como una precursora de todas aquellas artistas del siglo xx cuyo medio de expresión fundamental ha sido su propio cuerpo, desde Cindy Sherman a Jo Spence y Barbara Hammer. El carácter intermitente de toda su obra parece confirmar que «no hay un único interior, un alma: hay imágenes, momentos, hay teatralidad y dolor, hay juego. La identidad (y el sexo) es algo provisional, parece decir, viene de fuera; la mía es una identidad sin esencia, que consiste no tanto en una forma de ser como en un modo de situarse, una posición en el flujo de relaciones que establezco» (Olvido García Valdés).

Confesiones inconfesas, publicado en 1930, constituye una singular e inmejorable expresión de las intermitencias que articularon el paso del simbolismo al surrealismo y, en general, de los cortocircuitos que jalonan esa tradición de rupturas modernas de raigambre romántica.

Claude Cahun, autorretrato en armario (1932) © Jersey Heritage Collections

A su manera, el libro de Claude Cahun representa un carpetazo al género de la confesión, al que lleva, sin brújula y sin índices de derrotero, hasta sus inéditos confines —pero no a cualesquiera, sino a esos territorios que no hacen sino confirmar que «el límite es el lugar posible» (Cynthia Rimsky)—. A partir de la revolucionaria plantilla autobiográfica que supuso la publicación de las Confesiones (1770) de Jean-Jacques Rousseau, Claude Cahun consigue levantar con Confesiones inconfesas una provincia autónoma dentro de esa feliz galaxia literaria que, arraigada en la extensa tradición de los moralistas franceses, se compone de libros heterodoxos y aparentemente descabezados —basados en máximas, apuntes, reflexiones o aforismos—, la cual comprende desde los ensayos de Montaigne a los cuadernos de Valéry, desde las impresiones viajeras de Michaux a los pequeños tratados de Pascal Quignard (con quien Cahun compartiría, por cierto, una obstinada pulsión por ubicar sus textos en una suerte de zona cero genérica o, como el propio Quignard ha afirmado, por abismarla en un non-genre).

Inclasificable de suyo, Confesiones inconfesas contiene numerosos pasajes afines a los postulados surrealistas, reclamando la siempre aplazada revolución interior, la puesta en escena de uno mismo, la subversiva teatralización de la vida y un feroz individualismo. Collage de textos, yuxtaposición de fogonazos literarios, sueños, aforismos, tentaciones incestuosas, reflexiones sobre el acto de escritura o el sexual, trampantojos semánticos, arritmias del género gramatical, diálogos imaginarios entablados con las sombras escapadas de la mente de la autora, proclamas libertarias… El carácter colectivo —«también lo colectivo es corpóreo» (Walter Benjamin)—, el carácter plural del libro es evidente; Mac Orlan dijo que Confesiones inconfesas se componía de una suma de «poemas-ensayo». De todas formas, el volumen se estructura a partir de un eje interior o invisible que acaba vinculando lo íntimo con la ficción, la identidad con la metamorfosis, el individualismo con la alteridad.

El simbolismo con el surrealismo.


Llegados a este punto, y aunque resulta tentador establecer hiatos, brechas y fracturas bien firmes dentro de la moderna tradición de la ruptura, cabe reconocer que el surrealismo es un movimiento que, en parte, se desarrolló al mismo tiempo que el simbolismo y que, con todas sus particularidades, «simplemente llega a su floración después que él» (Anna Balakian). Si el simbolismo ya fue definido como un «segundo flujo de la marea romántica» (Edmund Wilson), el surrealismo puede identificarse entonces como otro intensísimo reflujo que, no obstante, se distingue de los anteriores, como buen movimiento de vanguardia, por «la violencia de las actitudes y los programas, el radicalismo de las obras» (Octavio Paz). Este afán de ruptura y discontinuidad, esta exaltación del cambio y la diferencia, de la pluralidad y la revolución, se enmarcan cabalmente dentro de lo que Ángel Zapata prefiere llamar, tan elocuentemente, la «tradición del Gran Rechazo». La idea parece entenderse a la perfección. Los exponentes de esta vanguardia artística se volvieron contra las expectativas del público general, contra la imagen del tiempo y la preservación del pasado. Además, el surrealismo transferirá al dominio de las formas artísticas «el espíritu de crítica radical de las formas sociales» (Matei Calinescu), apropiándose, mediante el término de «vanguardia», de la exaltación de carácter político que este término conservaba desde la década de 1870 en Francia, con obvias connotaciones relacionadas con la Comuna de París de 1871. Pocos gestos parecen más augurales de la futura agitación vanguardista que aquel que tanto llamó la atención de Walter Benjamin durante esos días de la Comuna, cuando los rebeldes procedieron a dirigir sus disparos, muy significativamente, contra los hostiles y muy agobiantes relojes urbanos, contra el tiempo descontroladamente lineal, «con gran diferencia la más artificial de todas nuestras invenciones» (W. G. Sebald).

Si, en términos generales, el surrealismo desacralizó la imagen del autor (merced a estrategias como la escritura automática o la experiencia de la escritura colectiva), Claude Cahun logró prefigurar un texto que, de manera intermitente, cobra la apariencia de una autobiografía que se vuelve contra la narratividad y el carácter unitario de su yo Autor, décadas antes de que Serge Doubrovsky definiera el término «autoficción» como la representación de un sujeto parcelado que no coincide consigo mismo (y que rechaza); escribir así es «asumir la vida como contienda, aceptarse como cuerpo extraño, rechazar la piel como límite y querer traspasarla» (Begoña Méndez).

Las pasionales máscaras dispuestas por Cahun en Confesiones inconfesas nunca coinciden, son como la arena de la orilla en varias de sus fotos, amenazadas por un mar adverso que parece convertirse «en un gran álbum de familia» (Vicente Valero), implacable y fatal. Tampoco ocultan las máscaras una verdad encubierta: «No estamos ante un palimpsesto que, al destaparse, revele la verdad absoluta. No la hay, parece decirnos Cahun, aunque pueda resultar intranquilizador en una sociedad occidental que, como dijo Foucault, va en pos de identificar, etiquetar, categorizar y fichar policialmente a lo Bertillon el sexo verdadero, como si en él residiese la autenticidad y la verdadera dimensión del sujeto» (Juan Vicente Aliaga). La alucinante serie de autorretratos denotan una perpetua reinvención, como si todas estas imágenes se convirtieran en heterogéneas citas de una vida imaginaria, en congruencia con la idea del libro de fotografías como un libro de citas y con la exacerbada afición por la yuxtaposición de citas incongruentes característica del movimiento surrealista: «El gusto por las citas […] es un gusto surrealista. Así, Walter Benjamin —cuya sensibilidad surrealista es la más surrealista de cuantas se tenga noticia— era un apasionado coleccionista de citas» (Susan Sontag). Confesiones inconfesas puede interpretarse también como un archivo de intermitencias sometidas al frenético fluir del tiempo. Es literatura salpicada —es decir, moderna—.

Estos paréntesis identitarios condicen con algunos de los elementos más llamativos del libro, idiosincrásicos de la época: diez fotomontajes que subrayan la excepcionalidad de Confesiones inconfesas y trazan la fractura entre simbolismo y surrealismo, excediendo ambos movimientos y anticipando algunas de las principales preocupaciones estéticas, sexuales e ideológicas de nuestro tiempo, ahora que la identidad consiste en un devenir continuo, caprichoso o transferible y todas las revoluciones se han anudado en torno al cuerpo:

«La obsesión cultural con la invención y la reinvención del yo no son sino un síntoma de que el hombre se siente prisionero en su propia piel. […] El hombre se ha convertido en su propio juguete favorito. Y se ocupa en hacerse y deshacerse, en inventarse y reinventarse. Por eso, todas las grandes utopías y todas las revoluciones se han fundido en una sola: en la revolución de la idea del propio cuerpo, de la propia imagen, de la propia persona, en el sentido etimológico del término» (Dubravka Ugresič).

Más allá del travestismo duchampiano de Rrose Sélavy y de la estereotipada fascinación por el asunto por parte de numerosos e insignes surrealistas, Claude Cahun logró reventar la tradicional definición del retrato femenino. El perno sobre el que giró su propuesta fue una nueva androginia radical, «comprendida en el establecimiento de identidades absolutamente propias, fuera de los cánones o de las mezclas entre lo masculino y lo femenino. […] Una liberación profunda, que establecería a la vez un auténtico diálogo entre el inconsciente humano y el azar de la experiencia cotidiana» (Diana Saldaña).

Partiendo de la premisa benjaminiana de que la historia se descompone en imágenes (y no en narrativas), la verdadera fuerza de la dizque confesión de Cahun consiste en su espíritu de revuelta material mediante la penetración del mundo de los objetos y la transformación del mismo desde sus entrañas.

Tal y como experimentarán algunos de los más genuinos sucesores de este espíritu de revuelta surrealista, el mundo externo en Confesiones inconfesas carece de límites precisos respecto de la mente. Enfrentarse hoy al libro de Cahun significa, también, un tonificante ejercicio de reactualización de las más incentivadoras vetas surrealistas en la literatura contemporánea. Pensemos, por ejemplo, en la forma en que la experiencia de los héroes de Ballard patina entre el afuera y la mente, como si el hombre solo pudiera comprenderse mediante una identificación radical con el paisaje que ha creado su deseo. O en el modo mediante el que W. G. Sebald participa, a través del errante ejemplo de Breton, de la recuperación de cierta tradición hermética mediante la que es posible descubrir la presencia de secretas fisuras a través de las que se hacen visibles facetas de otra vida, de otras vidas; se trata de cómo privilegia en sus textos el autor alemán los fenómenos del azar objetivo, esa cautivadora constelación de reminiscencias turbadoras, coincidencias asombrosas o visiones con valor premonitorio. Confesiones inconfesas es un arsenal de síntomas y escalofríos surrealistas, a menudo camuflados, casi siempre indefinidos.

Soslayada durante mucho tiempo, la obra de Cahun comenzó a ser revisada y redescubierta durante las décadas de 1980 y 1990, en pleno auge de los debates de identidad y de género, y de la fundación de la teoría de los movimientos queer. A este respecto, cabe destacar la exposición que en 2001 le consagró el IVAM, la primera que se hizo con carácter monográfico en España (con Juan Vicente Aliaga como comisario), pero también la inclusión de Cahun en Los cuerpos perdidos. La fotografía y los surrealistas, comisariada por Estrella de Diego en 1995 o, más recientemente, la que le dedicó en 2011 el centro barcelonés La Virreina, a cargo también del propio Aliaga y François Leperlier. En Francia, resultó decisiva la exposición que Elisabeth Lebovici y Leperlier prepararon en el Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris en 1995.

El destino de su obra, en suma, fue azaroso y múltiple, al igual que su propia vida. En 1937, Cahun y Malherbe se instalaron en Jersey. Tras la ocupación de la isla por los nazis en 1940, ambas se incorporaron a la Resistencia y, aunque no se consumó en última instancia la ejecución, llegaron a ser detenidas y condenadas a muerte. Tras la guerra, Cahun renovó el contacto con sus amistades francesas y decidió regresar a París, el más soñado de los objetos de los surrealistas. No obstante, enfermó de malaria y murió en 1954. Suzanne Malherbe se suicidó en 1972. Las dos están enterradas en una misma tumba en Saint-Brélade (Jersey), como si la muerte fuera aquello que ven dos espejos cuando nada se interpone en su reflejo mutuo.

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